miércoles, 24 de febrero de 2016

Cuatro hipótesis breves para pensar el poder mediático

Originalmente publicado en El Telégrafo aquí



Uno de los mayores hitos de los gobiernos posneoliberales ha sido el cuestionamiento del rol de los medios de comunicación, sobre todo, en el escenario político. Las empresas mediáticas acostumbradas a las transacciones de todo tipo  (económicas, legales, simbólicas y más), por primera vez se han visto confrontadas y descubiertas en sus prácticas sospechosas. No obstante, aún estamos lejos de hablar de una democratización mediática plena. 

En América Latina durante la crisis de representación política de finales del 90, gran parte de los medios de comunicación transitaron al activismo político y a la vocería corporativa de un modo más diáfano. No es que antes fueran “medios libres e independientes”, en lo absoluto, sino que con la confrontación desplegada por estos gobiernos progresistas, no les quedó sino “salir del clóset”. 

La disputa con el poder mediático es todavía una de las más difíciles tareas, incluso más agobiante que otras que han ocurrido con gremios y sectores del Estado. ¿Por qué es tan complejo dar la batalla y seguir sin ganarla del todo? Hay algunas hipótesis que se pueden ensayar, más allá de lo que es obvio responder: por su pertenencia a grupos económicos de poder. 

Existen ciertas narrativas que las corporaciones mediáticas y sus paladines han logrado posicionar, a pesar de que hoy tambalean y son contradichas. Lo primero tiene que ver con esa división arbitraria, instalada casi tácitamente, entre sociedad y Estado, en donde los medios intentan disponerse en el primer grupo como un faro. 

Las empresas de comunicación han colocado una sensación de cercanía al ciudadano, de aparente paridad con él al no formar parte de las funciones del Estado y por tanto, su discurso de defensores de sus derechos y fiscalizadores del “poder” es fácilmente digerido. De aquí que la dimensión de mercado, que han esgrimido estos gobiernos posneoliberales, como espacio de naturaleza de tales oligopolios, sacude las bases mismas de su orden. 

Segundo, hay una comprensión limitada de “el poder”. Décadas llevan los medios de comunicación con el estribillo de que el poder se circunscribe al Estado, como si fuera su característica inmanente, como si el poder fuera fijo. Además, se han encargado de empatar al poder con palabras como represión, autoritarismo, corrupción, en un silogismo que ocasionalmente se entiende desde la historia, pero no como ley natural. 

El poder no es cosificable, y en tanto no lo es, circula, permea las relaciones. De tal modo, que los medios ejercen su poder a través de sus mensajes, de las ideas y las narrativas que encausan. Generan representaciones y sentido común. Y lo que es más preocupante, la información que ponen a circular tiene un segundo uso, pues no es solo para el consumo, sino que al ciudadano le permite decidir la postura que tomará frente a determinada coyuntura. 

Tercero, la opinión pública, como parte fundamental que moldea la esfera pública y por tanto forma o deforma la democracia, está colonizada por el relato mediático. Este a su vez se proyecta como un simulacro de pluralismo, en tanto se crea una falsa ilusión que propone que a más medios, más voces, cuando ciertamente, aquello no sucede o al menos no es una ecuación sine qua non. 

Frente a esto hay dos posibilidades no excluyentes para reducir el riesgo de una deformación: la primera es la creación de un marco normativo que establezca nuevas reglas de juego, posibilite un pluralismo real, y limite el predominio de una sola representación. En América Latina: Venezuela, Argentina, Ecuador y Uruguay cuentan con nuevas leyes que regulan la comunicación o los medios. No obstante, a pesar de su legitimidad y legalidad, los pretextos para invocar su incumplimiento e incluso su nulidad como ha sucedido en Argentina, empuja a pensar en otras vías de comunicación y de resarcimiento de la esfera pública. En efecto, la segunda posibilidad tiene que ver con la acción política, con el regreso a la plaza y a los espacios públicos en su sentido más amplio para debatir y construir un nuevo sentido común. 

Cuarto, la aprobación de las leyes de comunicación y medios ha derivado cierto abandono del debate sobre el ejercicio de la comunicación. Uno de los errores más comunes ha sido este, peor aún en los países en los que los términos del debate mediático y legislativo han sido liderados por el ejecutivo. El caso ecuatoriano es un claro ejemplo, no existe una sola iniciativa ciudadana que se mantenga activa y sea visible. Tal disputa no puede ser un asunto exclusivo del ejecutivo. A la ciudadanía le corresponde despojarse de cualquier apatía. 

De campañas sucias y otras anomalías. América Latina vive una coyuntura inédita.  Finalmente, la idea de la década disputada se ve con claridad. Como lo he sostenido ya, es muy prematuro referirse a un fin de ciclo progresista, aunque tampoco se puede comprender con desdén la derrota del kirchnerismo en las elecciones generales en Argentina y del chavismo en las legislativas en Venezuela. Lo que suceda en Bolivia aún no lo sabemos. 

Si bien hubo errores en ambos procesos y campañas -eso corresponde a otro ensayo-, es indiscutible el decisivo rol que tuvieron las corporaciones mediáticas en los resultados, desde luego, estas siempre apostarán por la propuesta del cambio hacia atrás. 

La campaña sucia ha sido la norma, incluyendo calumnias de asesinato, terrorismo y similares. Justamente, el presidente de Bolivia, Evo Morales, tuvo que enfrentarse en su último tramo de cara al referéndum, a las acusaciones y montajes fotográficos de la prensa y sus aliados extranjeros que querían impedir el triunfo del sí a toda costa. 

Los casos de una prensa deformadora, conservadora, cómplice y genuflexa abundan en la historia de Latinoamérica; desde El Mercurio de Chile hasta Papel Prensa de Argentina, desde Roberto Marinho de la Red O Globo de Brasil hasta Héctor Magnetto del Grupo Clarín, desde el golpe mediático contra el comandante Hugo Chávez (Venezuela) hasta el intento golpista del 30-S contra el presidente Rafael Correa (Ecuador). Sin mencionar, al duopolio Televisa-Televisión Azteca de México, que tuvo un dudoso rol en las elecciones 2012. 

Está claro que los medios de comunicación no son los únicos responsables de las deformidades de las jóvenes democracias latinoamericanas, pero indefectiblemente, constituyen un actor fundamental para su moldeamiento. En apenas quince o diez años de gobiernos posneoliberales aún no ha sido posible superar el umbral hegemónico que por años han sostenido las corporaciones mediáticas.  No obstante, le corresponde a la ciudadanía no arrojar la bandera de la democratización de la comunicación y organizarse con mayor ímpetu en esta etapa nueva y compleja de definir, en la que las corporaciones intentan volver al confort. (O)