Colombia ha vivido probablemente el momento político más atípico de su historia: Juan Manuel Santos, el ungido del uribismo para las elecciones de 2010, convertido en la opción de la paz y del antiuribismo. En estos días fue tan común hablar de “la paz de Santos”. A la vez, la izquierda opositora, aglutinada y acorralada por unas reñidas elecciones, no tuvo más que ayudarle con unos votos para no poner en riesgo el intento más sólido que ha tenido ese país de llegar a un acuerdo de paz en casi cincuenta años de conflicto.
El propio alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, a quien Santos -en marzo de este año- había negado la ejecución de las medidas cautelares que emitió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para evitar la destitución de su cargo; se adhirió públicamente a la campaña por la reelección de Santos.
Pensar que se trató de un ‘intercambio humanitario’ -como lo sostuvo un militante de la Alianza Verde- no sería del todo errado: Petro le ha ayudado a Santos con su triunfo en Bogotá, ahora Santos debería pagarle el favor dejándolo gobernar hasta el fin de su período. Pero las dinámicas políticas muy pocas veces son parte del goce prospectivo.
Estas elecciones en gran medida se han parecido a un plebiscito por la paz. Los mismos militantes de izquierda se encargaron de llenar a la opción Santos de este contenido. Algunos miembros de Marcha Patriótica se cuidaron de declarar su apoyo a Santos, sustituyéndolo por un apoyo a los votantes de Santos; otros, en cambio, se decantaron por la tesis de: “No apoyo a Santos, sino al proceso de paz”.
Y es que la histeria del uribismo, representada por el candidato Óscar Iván Zuluaga, no dejaba espacio a la indecisión. Si bien Zuluaga había mantenido cierto manejo político zen durante su campaña, en la proximidad de la segunda vuelta, su calculada imagen perdió la compostura. Apareció entonces esa histeria tan digna de Uribe. En el último debate presidencial, Zuluaga le decía al presidente Santos: “Con usted no se puede ser respetuoso”. Rescató muchas de las matrices discursivas de Uribe: “Usted es complaciente con el terrorismo”. No faltaron los sarcasmos y las risitas sardónicas, entre pregunta y pregunta.
Añádase a esto la ‘tuit-vorrea’ a la que Uribe nos tiene acostumbrados: con una serie de acusaciones infundadas y alucinaciones conmovedoras que van desde: “los terroristas obligaron a votar por Santos con amenazas de masacre a los votantes de Zuluaga” hasta: “Santos es el candidato del castro-chavismo”. Y mientras haya Twitter, plataformas mediáticas y conflicto, seguirá. La vigencia de Uribe en la escena política no se explica sin el conflicto.
Desde luego, los resultados del domingo 15 de junio son complejos y no aceptan lecturas simples. Sí ganó Santos, pero con el 45% de los votos que obtuvo Zuluaga difícilmente puede hablarse de una victoria absoluta. Santos, por el contrario, ni siquiera con los refuerzos de las ‘guardias petrorianas’ y de algunos militantes de la izquierda ha logrado obtener la votación de 2010, del 69,05%, cuando fue el candidato del uribismo. Y eso preocupa.
La negociación con las FARC no será fácil, peor aún el escenario posconflicto. Las resoluciones que se aprueben en La Habana tendrán en el Senado su paso obligado y eso complica las cosas, sobre todo si uno de los que ocupa una curul privilegiada es Álvaro Uribe.
A Santos le queda un pedregoso camino por andar. Aunque existan ciertas condiciones favorables que permitan hablar de un posible fin del conflicto -como: el clima político regional, el debilitamiento militar de las FARC y la voluntad de amplios sectores del país-, existen varias cuestiones por resolver, no solo dentro del sistema político sino también con la ciudadanía.
Ese abstencionismo del 52% -8% menos que en la primera vuelta- necesita ser leído con suma atención, no solo como un fenómeno electoral, sino como señal frente al propio proceso de paz.
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