“Me han aconsejado pactar con el crimen organizado”, decía estasemana el gobernador de Morelos, Graco Ramírez.
Estas declaraciones, ya no
sorprenden a nadie, solo evidencian que el único pacto que ha funcionado en
México, en los últimos años, ha sido aquel entre el Estado y los carteles del
narcotráfico.
Precisamente, el Estado de Morelos ha visto estrecharse cada vez
más el vínculo entre el poder político y el poder criminal. Allí los homicidios dolosos, a 2013 tienen la
cifra de 43,99 por cada 100 mil habitantes, solo por debajo del Estado de
Guerrero con 69,57 asesinatos. Según datos del Consejo Ciudadano para la
Seguridad Pública y la Justicia Penal, Morelos también tiene el mayor índice de
secuestros del país.
En tales circunstancias de impunidad y normalización de lo
aberrante, no asombra que la inteligencia mexicana haya encontrado nexos entre
siete diputados de Morelos con grupos del crimen organizado como “Los Rojos”,
banda rival de los “Guerreros Unidos”.
En efecto, la masacre cometida contra los cuarenta y tres
normalistas de Ayotzinapa por miembros de
los “Guerreros Unidos”, bajo orden del alcalde de Iguala y su esposa, en
complicidad con miembros de la fuerza pública, es apenas la punta del
iceberg. México lleva al menos treinta
años sin poder hacerle frente al narcotráfico y a su poderosa colonización del
Estado.
El presidente de México, Enrique Peña Nieto, ofrece un nuevo Pacto,
esta vez por la seguridad. El ‘Pacto por
México’ firmado en 2012 por el gobierno federal y los principales partidos:
Partido Acción Nacional (PAN), Partido Revolucionario Institucional (PRI),
Partido de la Revolución Democrática (PRD), ha permitido aprobar un paquete de
reformas de modo hipercupular sin mayor debate e incluso, poniendo contra las
cuerdas a los propios senadores. Por ejemplo, la polémica reforma energética
abrió la puerta al fracking y se desentendió de la posibilidad de una consulta
popular. Simplemente, con tal acuerdo no hacía falta someter el tema a votación. El Pacto ha terminado por converger a todos
hacia el centro –y a la derecha- y desdibujar cualquier voz crítica o
radicalmente opuesta. El Pacto controla el juego político.
La masacre de Ayotzinapa además de reflejar la perversa simbiosis
entre el Estado y los poderes fácticos; coloca dos temas en la superficie: por
un lado, el déficit de legitimidad de la clase política, debido a su propio
anquilosamiento y distanciamiento de la ciudadanía; y por otro, la continuidad en la discriminación de la
agenda rural, y sobre todo, en contra de los normalistas, que históricamente
han sido asociados, de manera simplista, al comunismo y a las guerrillas
(principalmente al Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente –ERPI-).
Desde el mortífero sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, que en 1969
cerró quince de casi treinta escuelas normales rurales, bajo el argumento de
ser “nidos comunistas”, hasta las declaraciones de la dirigente del Sindicato
Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), Elba Gordillo, que en 2010 las
calificó como semilleros de guerrilleros; los normalistas rurales han quedado
expuestos a la represión y a la discriminación. Ahora peor, el Estado no solo los abandona,
sino que colude con el crimen organizado para agredirlos y desaparecerlos.
Ningún pacto ha sido capaz de combatir, desde sus orígenes, los efectos
del “capitalismo de cuates” -como ingeniosamente lo llaman los mexicanos-. El crimen organizado, en efecto, supo aprovechar
de este abandono del Estado y amasar fortunas con baños de sangre en los
territorios “sin Dios ni ley”. A su vez,
el Estado ha utilizado a las bandas delincuenciales para sus oscuros propósitos
políticos. Ambos han ganado.
Así impunemente, en México, el narcotráfico obtiene
cada año ganancias de 40 mil millones de dólares –según cifras de 2009, de la
empresa de seguridad e inteligencia Kroll-.
Pero no solo México lo padece, de acuerdo a la Oficina de las NacionesUnidas contra la droga y el delito (UNODC, por sus siglas en inglés) en 2009,la delincuencia organizada transnacional significó el 1,5% del PIB mundial.
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